América.
He dormino en las noches claras y oscuras
haciendo en mi pecho, antes que llegara la pesada
carga de mis párpados,
la cruz símbolo de mi unión con la santa creación del
absoluto cósmos donde se guardan, los pedazos de la carne
y de las rocas,
donde nace el fuego grandioso del volcán que explota, tirando
a los aires su esencia encendida,
jamás muerta.
Dicen que soy el heredero de tres cruces que flotaron por el
océano inconmensurable, descubriendo nuevas tierras,
nuevos hombres,
que complican al pensante sabio, que busca el origen de todo
explicado en el sagrado libro de la historia.
Discípulos del ojo vivaz,
Niños del pantalón corto,
les presento a Quetzalcoalt, y su corte celestial de mil fuerzas,
de mil movimientos.
No hay dudas,
no hay berrinches,
sigo creyendo en mi Dios bondasoso,
en mi padre bueno,
pero qué hay de aquel hombre pequeño que miró hacia los
cielos
pensando, ahí reina mi amado creador del maíz que
germina libre,
que alimenta mi boca y la de mis hijos.
No viertas hombre alto, la sangre de mi cuerpo
porque quieres destruir mi mundo.
No me mates por tu Dios solo preséntamelo.
No me robes mi metal dorado por ese Dios, ajeno a mi pueblo.
No lo hiciste.
Te olvidaste de la compasión escrita por tu Dios en los desiertos,
de amar lo humano, su engranaje perfecto de materia
y energía suprema.
Hoy creo en ese Dios bueno.
Pero jamás olvido,
jamás,
que mataste la flor esplendorosa de mis tierras,
de mis orígenes en estos campos de soles y arenas,
de mantos verdes,
de alegres luciérnagas,
de grandes pirámides y observatorios donde anida,
la clave de los tiempos eternos.
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