Ya había decidido hablar de este tema cuando ayer mismo me encuentro en la tele con una entrevista a un pequeño de dos años y medio junto a sus ufanos padres, que lo llevaban de la mano, porque ha participado esta semana en un programa de talentos y han presentado a su hijo con su tambor y dos baquetas y ha sido la sensación nacional porque ha hecho porromponpón varias veces consecutivas mientras miraba aquí y allá sin entender por qué tantas cámaras lo enfocaban y las luces le molestaban en los ojos. Ya tenemos el héroe del día para deslumbrar al mundo con su presencia, y la de sus padres naturalmente, y, si se tercia, reivindicar un centro especial para que los pequeños de dos años y medio que toquen el tambor y hagan porrompompón dispongan do todos los medios a su servicio y se conviertan en genios de la humanidad. Y sus padres como acompañantes imprescindibles por la mezcla del óvulo y el esperma particular de donde salió semejante genio. Juro que el público aplaudía.
Querido público en general, podíamos de vez en cuando pensar un poco, que no duele, y darnos cuenta de que un pequeños de dos años o cualquiera que tenga unos percentiles en los primeros test que se le aplican un poco por encima de lo normal no son ni más personas ni menos que sus vecinos que no llegan a su altura. Es verdad que la escuela tiene que atender a la rica diversidad de individuos que le llegan cada año y hacer que todos, los de arriba y los de abajo, dispongan del mayor y mejor espacio posible para desarrollar sus capacidades particulares de la manera más completa posible pero a la vez que eso, uno de los objetivos esenciales que nos puede ofrecer la escuela es el conocimiento y el trato de unos con otros para que nos demos cuenta que en este mundo estamos gente muy diversa: blancos, amarillos, negros, con los ojos horizontales, narigudos, con la nariz chata… y todos podemos, si no hay una mano negra que lo impida, convivir, aprender juntos y ayudarnos a ser mejores intercambiando lo que cada uno puede aportar a los demás.
No puedo explicarme cómo para según qué cosas somos tan finos y para otras podemos cometer torpezas de tan grueso calibre. Podemos segregar a los pequeños por capacidades intelectuales, es verdad. Y también por el color de la piel, y por los centímetros de estatura o por el tamaño de su nariz. Si nos lo proponemos, podemos hacer con los pequeños los estropicios más grandes que podamos imaginar y, de hecho, los hacemos. Pero también podríamos acogerlos a todos porque todos son personas, todos ríen y lloran lo mismo, todos nacieron un día y otro tendrán que morir porque así es la vida, y porque la diversidad que la vida nos ofrece no debería convertirnos en un conjunto de compartimentos estancos donde estuviéramos cada uno muy bien medidos y pesados pero más solos que la una sino conviviendo cerca unos de otros, conociendo nuestras diferencias, que las tendremos sin duda, y sabiendo que la diferencia no es más que la joya más grande que la vida nos ofrece. Todos nos deberíamos aprovechar de ella, no escondernos los unos de los otros.
Este viejo que os habla, niño mimado en su día, hasta el último aliento va a clamar porque no separemos a los pequeños sino que aprendamos todos que la riqueza es nuestra diversidad precisamente y que debe ser la escuela la que nos dé cobijo a todos. Allí podremos conocernos, aprovecharnos cada uno de las aportaciones de los demás y encontrar una manera de vivir juntos. Mi hija menor, Elvira, alguna que otra vez me echa en cara que yo me negaba en redondo a que ella hubiera ido a exibirse cuando la reclamaban por alguna particularidad en la que destacaba. La miro con la ternura que puedo, entiendo que al final todos dudamos de lo que la vida nos ofrece cada día y se nos pegan las enfermedades de la calle y le cuento, una vez más, lo grande que es ser una persona capaz de vivir entre otras personas distintas a nosotros pero capaz de aprender de cada uno y de enseñar a cualquiera que esté a nuestro lado porque la diversidad no es una limitación sino un tesoro que tenemos a nuestro alcance.
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