Asumir las prisas como norma en nuestra existencia
cotidiana, tiene dos grandes riesgos. Uno de ellos,es
la ansiedad. Al igual que sucede en la carretera, pues
a medida que aumentamos la velocidad con la que
actuamos, perdemos parte del control sobre ellas, y
estrechamos nuestro margen de reacción. Muchas son
las personas que se lanzan sobre sus objetivos con tanto
ímpetu, que a menudo olvidan el motivo por el que
corren.
Esto explica por que una vez alcanzada la meta, -con
frecuencia-, experimentan un sentimiento de vacío y de
confusión. Para ahogarlo, se lanzan hacia nuevos objetivos
con el único fin de seguir corriendo, y no detenerse a pensar
lo que están haciendo.
Otro efecto colateral de la velocidad, es la dispersión.
Quien se acostumbra a hacerlo todo cada vez más rápido,
pronto, se siente tentado a hacer varias cosas al mismo
tiempo. Mientras trabaja con el ordenador, habla por
teléfono, toma café, y organiza la vida de otros...
Vive en la ilusión de que puede con todo, cuando en
realidad, sus fuerzas se disipan en varias direcciones,
consumiendo su tiempo enmendando errores. Por regla
general, no logra terminar nada de lo que empieza, y esto
le provoca más ansiedad, que trata de mitigar corriendo
más. Este sería un retrato extremo de un ejecutivo de
nuestro tiempo, pero todos tenemos algo de este afán
de acaparar el máximo de actividades, como si el mundo
terminara hoy.
Contra la mala costumbre de correr, la paciencia es el
remedio más eficaz para hallar una velocidad de crucero
que nos permita rendir de manera óptima.
¡Como en la fábula de la tortuga y la liebre, al final la
lentitud con esfuerzo, acaba derrotando la velocidad mal
administrada!!.
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