Asumir las prisas como norma en nuestra existencia
cotidiana, tiene dos grandes riesgos. Uno de ellos, es
la ansiedad. Al igual que sucede en la carretera,a medida
que aumentamos la velocidad, perdemos control estrechando
nuestro margen de reacción. Son muchas las personas, que se
lanzan hacia sus objetivos con tanto ímpetu, que a menudo,
olvidan el motivo por el que corren.
Otro efecto colateral, es la dispersión. Quien se acostumbra
a hacerlo todo cada vez más rápido, se siente tentado a hacer
varias cosas al mismo tiempo. Mientras trabaja en el ordenador,
habla por teléfono, toma café, critica a unos y organiza la vida
de otros etc. Vive en la ilusión, de que puede con todo,
cuando en realidad, sus fuerzas se disipan en varias direcciones,
consumiendo su tiempo enmendando errores.
No consigue terminar nada de lo que empieza, y esto le
provoca ansiedad que trata de mitigar corriendo más y
haciendo aún más cosas a la vez.
La paciencia es el mejor remedio para hallar una velocidad
de crucero que nos permita rendir de manera óptima.
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