El otro día le enseñé a mi amiga Elena algunos vídeos de cuando era bailarina profesional de danza del vientre.
Estuvimos analizando juntas a ese ego de purpurina que salía al escenario.
Durante una década estuve completamente obsesionada con ser una bailarina de prestigio y poder vivir de mi pasión.
Los primeros años me autosaboteé intensamente al querer improvisar en los espectáculos.
Pero como no tenía éxito ni me gustaba cómo me veía en los vídeos, comencé a prepararme a conciencia las coreografías.
Técnicamente tenía un amplio repertorio de movimientos y un gran sentido del ritmo.
Al talento natural que tenía desde niña, le sumé centenares de horas de clases a las que asistí.
Era capaz de disociar el cuerpo y podía, por ejemplo, vibrar el abdomen de tal forma que la gente flipaba.
Siempre bailaba con una enorme sonrisa que todos destacaban.
Pero, por algún motivo que yo no era capaz de comprender en ese momento, mi carrera no despegaba.
Y por mucho que me currara las coreografías, odiaba verme bailar en las grabaciones de vídeo.
Ahora sé que era porque nunca bailé de forma auténtica.
Mi cuerpo se movía, pero mi alma estaba escondida en un lugar donde nadie pudiera verla.
Calibraba en vergüenza reprimida.
Bailaba con una sonrisa en la cara, pero por dentro me estaba fustigando constantemente por el juicio que suponía que hacían los demás sobre mí.
Una sonrisa totalmente impostada, entrenada delante del espejo durante horas y horas.
Podía imitar gestos que me gustaban de otras bailarinas para aparentar confianza en mí misma, sensualidad o chulería…

Todo falso.
Ni seguridad, ni confianza, ni nada.
El talento no tapa el vacío.
Por no tener, no tenía ni mi espíritu habitando mi cuerpo.
Era una carcasa bailando en un escenario.
Y las carcasas no brillan.
El que brilla es el Espíritu, al que tenía recluido en las profundidades de mi ser.
Si todos somos uno y ese uno es el Hijo de Dios, en ese momento yo estaba en el ojete del Hijo de Dios.
Un baile tan absolutamente femenino como es la danza del vientre, lo bailaba desde mi energía masculina.
Control absoluto, rigidez, acción…
No había espacio para la feminidad flexible, dulce y etérea.
Por eso me decantaba por músicas rítmicas y fuertes.
No sabía qué hacer ante melodías suaves y lentas.
Comprendo perfectamente por qué mi carrera no despegó.
Como profesora mis alumnas estaban encantadas conmigo.
Pero mi sueño era triunfar en los escenarios.
Y la gente paga por ver a alguien brillando, no conteniendo su luz.
Ahora sé por qué tuve que abandonar esa “pasión”.
Y por qué fui incapaz de volver a bailar durante más de una década.
No podía bailar ni en la soledad de mi casa, porque era un completo sufrimiento.
Había olvidado lo que era bailar para mí misma y disfrutar con ello.
Ahora puedo ver mis vídeos y no sufrir por ello.
Ya no me duele ver mi vacío, porque sé que nunca estuve vacía.
Solo creí estarlo y me comportaba como tal.
Pero ahora sé que soy la perfecta Hija de Dios y que, como tal, no hay nada en mí digno de avergonzarme.
Si hubiera sabido dejar ir en esa época, habría disfrutado mucho más de los escenarios.
No habría colapsado.
Habría podido decidir brillar y divertirme en lugar de sufrir comparándome.
Nunca es tarde para aprender a dejar ir.
No hace falta subirse a un escenario para brillar.
Puedes brillar con tu familia, con tus amigos, en el trabajo, e incluso en soledad.
Solo tienes que dejar ir todo aquello que has puesto para ocultar tu luz.
Aquí
Con amor, Sara y Eduardo
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