Después de veinte días de sonrisas reglamentarias, de visitas a todos los familiares posibles para compartir felicidades sin cuento, regalos casi sin fin, bien de manos de papás noeles o de reyes magos o de árboles de navidad o de todos juntos en una mezcolanza inmisericorde de alegría formal. El caso es que hoy amanece y ya es un domingo normal para que los pequeños puedan enfrentarse con lo que quede de juguetes y regalos porque mañana sin falta tendrán que volver al cole y recuperar su rutina de trabajo y su orden, ese que llevaba demasiados días patas arriba con una utilidad cuestionable. No me apetece echar más leña al fuego del sentido de una serie de días en desorden por lo que prefiero pasarlos de largo sin más y considerar que para mal y para bien ya son pasado. Ahora, de lo que se trata es de olvidar excesos de todo tipo y volver al orden.
De mi infancia recuerdo un carrito con dos mulas que me estuvo sirviendo una serie de años. En realidad no recuerdo otro juguete. Por estas fechas el carrito desaparecía y mi madre, por más que yo lo intentaba, jamás abrió su boca para decirme dónde lo guardaba. En el paradero desconocido se pasaba todo el año para volver a aparecer, como por ensalmo, las navidades siguientes en las que había que reparar los desperfectos del año anterior y volver a sacarle utilidad al dichoso carrito y a las dos mulas que en algún momento desaparecieron de mis manos y pasaron a vivir en mi recuerdo del que estoy seguro que ya no se van a borrar jamás. No tengo constancia pero debió ser sustituido por las canicas, por el aro o sabe dios por qué otro artefacto sustitutorio que dejara claro en el interior de mi cerebro que había que olvidarse de carritos con mulas porque ya era momento de pensar en juegos más arriesgados y de mayores.
Hay que desempolvar los útiles de trabajo y dar los últimos toques a los juguetes que queden vivos aun porque mañana lunes toca madrugar y enfrentarse con los amigos para compartir toda esa vida que sale de la lengua en forma de palabras que muchas veces corresponde a realidades vividas y otras a realidades soñadas. Tanto unas como otras nos sirven para hilar las primeras amistades, esas que en ocasiones nos van a durar toda la vida aunque otras nos van a rozar apenas y van a caer en el olvido con la misma facilidad con que llegaron. A base de todo ese conjunto de experiencias tan variopintas se va a ir componiendo nuestra persona. Ojalá que todos podamos contar con vivencias suficientes para que esto ocurra. Serán los ladrillos de nuestra estructura interior, más o menos firme en función de la calidad de los materiales de que estén compuestos.
Esa estructura que nos terminará definiendo tiene que solidificarse y cimentarse a partir de los afectos familiares básicos. Si los fundamentos no se producen, cualquier aliño que nos llegue de un sitio o de otro no va a ser más que filfa que el viento mueve de acá para allá. Si las vivencias llegan a nuestro espacio y está suficientemente abonado de afecto, ese sí va a enraizar y convertirse en muro de carga, capaz de soportar vientos y vendavales de todo tipo. No nos engañemos. Al final, lo que da fuerza a la estructura es la calidad afectiva de la familia o de los seres a los que uno se apega. Esos son los pilares que soportan el peso mental de nuestra vida. Casi siempre se llaman padres pero pueden llamarse de cualquier otro modo con tal de que la función de soporte la cumplan como es debido.
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