Al saber que sólo le quedaban tres meses de vida, realizó
sin demora una auditoría interna de lo que había sido
su vida hasta entonces y, más importante aún, de como
disfrutaría del tiempo que le quedaba por vivir, semana
tras semana, obligándose a actuar de acuerdo con sus decisiones.
Asumió que el final de la vida no tiene que ser la peor parte-
al contrario, lo mejor, hay que dejarlo para el postre-.
Capturó momentos perfectos, disfrutó más de las amistades
que en toda su anterior existencia. Despertó ante
milagros cotidianos que hasta entonces, habían pasado inadvertidos.
En los últimos compases de esta etapa, vio incluso la enfermedad
que le había condenado, como una bendición, porque en circunstancias
normales no había sido capaz de experimentar todo lo que vivió
intensamente esos cien días de gracia, que fueron un
curso intensivo de felicidad.
La pregunta sería: ¿ es necesario encontrarse en una
situación así, para empezar a valorar la vida?
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