Asumir las prisas como norma en nuestra existencia cotidiana, tiene dos grandes riesgos. Uno de ellos es la ansiedad. Al igual que sucede en la carretera, a medida que aumentamos la velocidad con la que hacemos las cosas, perdemos el control sobre ellas y estrechamos nuestro margen de reacción. Muchas personas se lanzan hacia sus objetivos con tanto ímpetu, que a menudo suelen olvidar el motivo por el que corren. Esto explica por qué una vez alcanzada la meta, a menudo experimenta un sentimiento de vacío y confusión. Para ahogarlos se lanzan hacia nuevos objetivos con el único fin de seguir corriendo y no detenerse a pesar de lo que están haciendo. Otro efecto colateral de la velocidad es la dispersión. Quien se acostumbra a hacerlo todo cada vez más rápido, pronto se siente tentado a hacer varias cosas al mismo tiempo. Cosa nada recomendable.
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