Fue entonces, cuando retozó el lamento procedente de unas flores quebradas por el viento. La tierra se tiñó de azaleas, incluso el magnolio quiso redimir la solanera, con sus graciosos y vistosos capullos de nieve roja. Hasta los sauces quisieron desprender una ligera lluvia de azúcar. Las cigüeñas desplegaron sus alas de luna, sombreando los surcos fértiles sembrados de mijo y azafranes. Los cuervos del lugar decidieron huir, dispersándose por el espacio azul celeste. Momentos después llegaron los duendes del amor, engalanados con unos collares hechos de graciosas y ardientes campanillas.
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